Ridículo o ridículos. Todavía recuerdo cuando ese actor que interpretaba a Elvira ("Mi marido me pega, mi marido me pega") y que continúa haciendo shows revisteriles en el Mega, parodiaba a las personas que salían a trotar.
Hace unos cuatro años atrás, mi amigo Edwin se inició en el deporte del trote. Él me contó que uno de los secretos para disfrutar del ejercicio era olvidar a la gente y la posibilidad de estar haciendo el ridículo, más aún cuando uno, el que trota, estaba en lo correcto.
También recuerdo que una de las veces que salió a trotar alrededor del cementerio, poco a poco, se le empezaron a sumar los niños del barrio, para terminar trotando todos por calle Dinamarca, en el Cerro Cárcel de Valparaíso.
Una ocasión en la que tuve mucha rabia y tristeza juntas, tomé mis zapatillas de cuero con suela de goma y partí a trotar alrededor del Cementerio de Disidentes.
Dos semanas después, y no sin antes de que Edwin me dijera que para trotar hay que utilizar unas buenas zapatillas; mi amigo falleció víctima de una espina de pescado.
Un mes más tarde, la familia de Edwin llegó hasta calle Dinamarca 254 y golpearon a la puerta. Apenas atravesaron la mampara e ingresaron a su piesa, lo primero que la mamá vio fue el par de zapatillas de su hijo a un costado de la cama.
Meses después, cuando continué con mis intentos de salir a trotar, cada vez que bajaba desde mi nuevo hogar en el Cerro Placeres hasta el Paseo Weelright, imaginaba que entre el sonido de las olas y el vuelo de las gaviotas, pronto aparecería mi amigo. Por supuesto, trotando.
Con el tiempo pude comprarme un par de zapatillas más adecuadas, me encargué de nunca ver Morandé con Compañía y disfruté silenciosamente del final de La Nana.
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