A eso de las once de la mañana aterrizamos en el Aeropuerto Fiumicino. Con un poco de dolor de cabeza y el cuerpo cortado, producto de nuestra despedida de Atenas, caminamos hasta el metro y nos dirigimos a Termini.
Bajamos del vagón y comenzamos a caminar por la estación, lugar hasta donde llegan trenes de todas partes de Europa y además se cruzan varias líneas de metro subterráneo. Una vez que logramos salir a la superficie tomamos rumbo hacia la "Piazza Vittorio Emanuele II".
Luego de caminar quince minutos por grandes avenidas, llegamos a la plaza y nos metimos a una calle más angosta, rodeada de casas antiguas. Las maletas sufrían al rodar sobre adoquines separados, en tanto buscábamos algún indicio del hostal que reservamos por internet. En eso, una italiana comenzó a gritarnos desde la esquina, la quedamos mirando y nos acercamos hacia ella. Era la recepcionista del hotel.
Seguimos a la mujer, entramos a una casa, subimos un par de escalones y nos metimos a un antiguo ascensor donde con suerte cabíamos los tres y nuestras maletas. Tras registrarnos y pagar un impuesto fuera de lo presupuestado, dejamos las cosas y salimos a recorrer.
A esas alturas del día, el desayuno tomado en Atenas y un par de
doblones ya habían sido más que digeridos. Pronto nos dio hambre. Así es que nos detuvimos frente a la Iglesia Santa María Maggiore, donde comí mi primera pizza romana y Maquita su primer plato de pastas.
Sentados frente a esta construcción del siglo V, poseedora del campanario más alto de Roma, leí en voz alta: "Dice la leyenda que en el año 352 después de Cristo, el papa Liberio tuvo una visión. La virgen María le encargó construir una iglesia dedicada a ella, en un lugar nevado. Esta petición era bastante ambiciosa, ya que apenas nieva en Roma, y mucho menos en verano. Sin embargo, se dice que el 5 de Agosto nevó en la Colina Esquilina, y allí fue donde Liberio mandó a construir lo que se convertiría en una de las cuatro basílicas principales de Roma".
Mientras los autos, las motos y las micros circulaban a un costado de nuestra mesa, pedimos la cuenta y nos paramos para cruzar la calle e ingresar a Santa Maria Maggiore.
A medida que avanzamos hacia la construcción cada vez nos sentíamos mas pequeños. Atravesamos unas puertas enormes, nos cruzamos con unos sacerdotes que salían del templo, alzamos la mirada y vimos el techo dorado. El oro que contemplamos sobre nuestras cabezas fue donado por los reyes católicos, mil años después de la construcción de la iglesia, y provenía de América.
La necesidad de asombrar, la riqueza y el catolicismo serán conceptos que se cruzarán por la mente a medida que descubrimos los distintos rincones de la ciudad.
El poderío del imperio romano y la posterior omnipotencia de la iglesia católica dejarán su huella en enormes construcciones que deslumbran por su fastuosidad y belleza, al mismo tiempo que despiertan sentimientos encontrados por tanta opulencia.
Si en Atenas me imaginaba una ciudad antigua donde convivían dioses y humanos, amigos de la reflexión, el deporte y los placeres terrenales. En Roma disfruto de sus bellas construcciones, pero no puedo abstraerme de la voluntad de poder que se expresa en ellas.
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