Es sábado por la tarde, la ciudad está a oscuras y una brisa fresca nos recuerda que es otoño a pesar del día caluroso. Mientras caminamos con Macarena, bajando por el Cerro Placeres, me es inevitable estornudar reiteradamente y sentir mis ojos irritados. Eso me recuerda el cambio de temperaturas y mi ausencia a la consulta de mi doctor broncopulmonar.
La Universidad Santa María nos recibe con su arquitectura medieval (o así al menos lo imagino), con luces ténues y amarillentas. En el hall compramos un par de alfajores para endulzar la espera e ingresamos al aula magna. Mientras saboreo mi alfajor con un suave sabor a naranja intento distraer a mi alergia para no estornudar en medio de la presentación de la Orquesta de Cámara de Chile.
Finalmente se apagan las luces, se instalan los músicos y entra flamante Juan Pablo Izquierdo, vestido en un traje de pingüino y con su cabello canoso, camina erguido y se instala delante de la orquesta.
Luego de un breve aplauso comienza a fluir la música en esa mágica convinación de instrumentos diversos, partituras e intérpretes. Es ahí cuando empiezo a divagar entre los rostros concentrados de los músicos y sus movimientos meticulosos, algunas de las cosas que he hecho durante la semana y, de a poco, comienzan a aparecer otras imágenes más oníricas. Así fue que la sinfonía N°4 de Féliz Mendelssohn empezó a llevarme hacia paisajes imaginarios, donde el agua fluía al ritmo de las melodías o estallaba junto con los bombos y violines... Luego la música parecía arrancada de una película de cine mudo, donde los cuadros sucedían ambiguos y la tensión y la felicidad corrían al ritmo de los instrumentos, casi hasta convertir a los músicos en proyectos de dibujos animados donde Tom y Jerry podrían aparecer corriendo en cualquier momento.
Después vinieron los aplausos, el silencio de Juan Pablo y la entrada de Svetlana Kotova, una pianista rusa que desde 1991 vive en Chile y se dedica a coordinar la Temporada de Ópera Internacional del Teatro Municipal de Santiago.
Con el protagonismo del piano, incluso más allá de las órdenes del director, quien le daba la espalda a Svetlana, las imágenes evocadas se diluyeron en un sentimiento de intimidad al borde de las lágrimas. Ahí recordé nuevamente a mi amigo Makuc, quien en su práctica de periodista merodeaba en estas presentaciones haciéndole entrevistas a los músicos destacados. Luego recordé los amaneceres en la casa de la calle Dinamarca en el Cerro Cárcel; la luz atravesando el ventanal y abajo la ciudad de Valparaíso, aguardando con todas las sorpresas y pesadillas que nos tenía preparadas. Finalmente el momento de mayor soledad que he tenido en mi vida, sobre la cama de mi hogar, desvordado en lágrimas y con las manos en el rostro.
Por suerte el piano y la orquesta posibilitaron, con su ritmo más alegre, la nueva salida del sol, la puerta abierta de la casa en calle Dinamarca y mis pasos alejándose hacia un nuevo horizonte de sueños y paisajes inexplorados. En compañía, por supuesto, de Macarena.
Una vez que el piano quedó en silencio y los aplausos se apoderaron del aula magna, sólo me quedó tomar la mano de Macarena, entregarle una sonrisa y darle las gracias por permitirme compartir con ella un momento tan especial.
Finalmente volvimos a las callejuelas con luces irregulares y amarillentas para tomar el camino cerro arriba, pasar por Plaza la Conquista, comprar un fogaza en la Panadería Arauco y volver a casa para comerla con una sopa de mariscos Maggi... Mientras resonaban todavía en mi cabeza las imágenes evocadas por la sinfonía N°92 de Franz Joseph Haydn y las manos maravillosas de esa mujer rusa extraviada en esta larga y angosta faja de tierra. Por cierto estornudé en reiteradas ocasiones mientras regresábamos al hogar, situación que por suerte no sucedió en el concierto.
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